Habría que preguntarle a cada uno de los 11 mil asistentes al debut de Sigur Rós en Chile desde hace cuánto esperaban ver a la banda en vivo. En sus más de 20 años de carrera, esta es la primera vez que los islandeses pusieron pie en nuestro país y con un debut así, ciertamente hicieron valer todos los años de espera.
Orri Páll Dýrason pega golpes certeros a su batería al tiempo que destellos de luces en perfecta sincronía se toman todo el espacio, Jónsi Birgisson rasguea su guitarra eléctrica con el arco de un violín mientras coge aliento para entonar un falsete de otro mundo y Georg Hólm se alterna entre el bajo y el piano al tiempo que la pantalla a sus espaldas muestra paisajes que se convierten en luciérnagas y complicados entramados en 3D. El público guarda silencio. En este momento no existen los celulares ni las redes sociales, no existe nada excepto tres flacos islandeses tomándose por completo un estadio gigante, haciéndolo sentir tan íntimo como todas las veces que nos colocamos los audífonos para escuchar sus discos.
Es difícil describir el sonido de Sigur Rós, ni siquiera ellos mismos parecen ser capaces de hacerlo muy bien. “Espectral” podría ser una palabra para nombrarlo, “etéreo” o “estremecedor” otra, puesto que solo basta escuchar las primeras notas de alguna de sus canciones para sentir un escalofrío recorriendo el cuerpo, la piel de gallina y el corazón acelerándose. Fue así tal cual el sentimiento cuando se apagaron las luces, se nubló el escenario y sonaron los primeros acordes de “Á”, el tema con el que abrieron el show y que más de una lágrima debe haber sacado.
Pasa que en el caso de Sigur Rós, una banda cuyas canciones no solo tienen letras en islandés sino también muchas veces en un idioma totalmente inventado – el “vonlenska” – el típico coreo de las canciones se hace difícil y, como pudimos comprobarlo esa noche del 24 de noviembre, la experiencia de verles en vivo se resume simplemente en una absorción total: Son Jónsi, Georg y Orri Páll en el escenario, desgarrando el silencio con sus arreglos orquestales y una voz que para los pelos gracias a su capacidad de llegar a lugares inimaginables.
Escuchar a Sigur Rós en vivo llega a ser similar a ese momento en el que se atraviesa el corredor entre estar despierto y dormido, aquello que vivimos todas las noches al cerrar los ojos y sumergirnos de a poco en el mundo de los sueños, cuando los sonidos se distorsionan, envolviéndonos, y el cuerpo se siente ligero, flotante, transitando entre una realidad y otra, llevándote cada vez más adentro, hacia otro universo en el que es imposible entrar de otra manera que no sea dejándose llevar.
Y así como cuando uno despierta de un sueño profundo, el volver a la realidad después de un show de dos horas que fácilmente puede ser catalogado como el mejor del año llega a ser complicado: El cuerpo se siente pesado, a la mente le cuesta despertar y queda en el aire la sensación inequívoca de que, por un momento, todo fue posible.
Fotos: Carlos Muller.